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Volver distinta: una semana en la Sierra Wixárika.

28 de mayo 2025
“Mucha gente pequeña, en lugares pequeños,
haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”
-Eduardo Galeano.
Por: Julieta De la Cerda (Comunicación)

En el ONI, nos dicen que ir a la Sierra Wixárika es una iniciación. Se habla del viaje como la única manera de entender en su totalidad cómo este trabajo transforma la vida de quienes más lo necesitan. En algún momento, el ONI se estableció entre las montañas de tierras áridas y ropas coloradas para compartir un poco del trabajo que han ido puliendo durante siete décadas. Yo iba dispuesta a fotografiar ese “algo” que todos mencionaban, a entender eso de lo que hablaban. Lo que encontré fue mucho más.

Relatar una semana en donde ocurrieron tantas cosas es una tarea compleja. Explicar las amistades inesperadas que se formaron, los juegos accidentales con pequeños tan curiosos de mí como yo de ellos, o las madres que respiraron aliviadas al asegurar un mes más la comida de sus hijos. ¿Cómo se pone eso en palabras?

Día 1: El camino y Puente de Camotlán


Comenzó un lunes en carretera, entre risas nerviosas y silencios mirando por la ventana. Aún no conocía bien a mis compañeros de la Sierra, pero ya compartíamos el mismo propósito. Quizás comenzó en Puente de Camotlán¹, donde nos recibió la señora Crystal con quesadillas, hospitalidad y calidez. O quizás fue esa primera noche de sueño inquieto, preguntándome qué pasaría al día siguiente.

Día 2: Haimatsie y Tenzompa, la comunidad de mestizos


Tal vez comenzó a las 6 de la mañana, subiendo por la sierra, con el sol apenas despertando entre las montañas. El paraje castaño no se comparaba, según mis compañeros, a las faldas verdes de la sierra que se pintaban en tiempo de lluvias. En realidad, todo comenzó en Haimatsie, la primera comunidad, donde las casas eran de ladrillo, las niñas y niños llegaban descalzos, con sus hermanitos en brazos, buscando inscribirlos al programa del ONI. Ahí recibí una sonrisa bonita sin dientes, y caras chistosas hacia el lente de mi cámara. Un pequeño de menos de un metro se echó a la espalda varios costales de Onifórmula² para sus primos y, no pudiendo con el peso, cayó de espaldas, soltando una risotada. Después de Haimatsie fuimos a Tenzompa, en donde se encontraban los “mestizos”, un pueblo que mezclaba raíces indígenas y no indígenas, donde los más chicos iban de botas y sombrero, y sus padres trabajaban el campo.

Día 3: Banco del Venado y el milagro en Mesa del Tirador


Subiendo la vereda hacia Banco del Venado, nos guiaban letreros escritos en Wixárika y me enseñaron palabras como ke petitewá (“¿cómo te llamas?”) o cacáis (sandalias). Llegamos al poblado donde cuernos de venado adornaban las entradas de las casas y los penetrantes rayos del sol se posaban sobre nuestras cabezas. En ese pequeño pueblo donde todos se conocían y cuidaban entre sí, un artesano de edad avanzada nos platicó de su oficio y cómo un accidente le impidió seguir trabajando en el campo.

En Mesa del Tirador, uno de los centros más grandes, en un principio no llegó casi nadie. Cansados y sin comer, por poco nos dimos por vencidos. Hasta que uno de mis compañeros decidió dar la vuelta por el pueblo en la camioneta, pitando y avisando que el ONI había llegado. Vi como las niñas y niños fueron saliendo de sus casas con sus tarjetones³ de beneficiario en mano, formando una ola de risas y juego tras la camioneta. Al regresar, con el centro lleno de vida de nuevo, la fatiga dio paso a una nueva ola de entusiasmo. Ese día, atendimos a más de 120 infancias.

Día 4: Huizaista y las sonrisas de Ocota


En una mañana acalorada, llegamos a Huizaista, donde unos chiquillos venían guiando a burros testarudos que cargaban sus pertenencias. Con su pequeña altura, manejarlos parecía una lucha incansable. Aprendieron en la Sesión Educativa⁴, recogieron la Onifórmula de acuerdo con su edad y peso y se retiraron. Los vi desaparecer por un costado de la montaña, pensando en cuánto más tendrían que caminar, pero ellos paseaban en sus cacáis sin prisa, como si no fuera nada, como si el sol, el calor y los kilómetros no importaran.

En Ocota de la Sierra, a pesar de los recientes apoyos gubernamentales, seguían arrastrando los problemas que vienen con el olvido. Uno de mis objetivos del viaje era entrevistar para una campaña a Amado, un niño que sufre una infección en la piel (probablemente por algún tipo de VPH) que había acabado por deformar sus manos. Sin embargo, por el periodo vacacional, la mitad de los beneficiarios⁵ se encontraban trabajando en el campo, así que no logré encontrarlo.

Aunque faltara la mitad, el centro estaba plagado de niñas y niños. Conocí a Adolfo, quien jugaba a esquivar mi cámara mientras yo intentaba captarlo en una imagen, y a Alondra y Gerardo, a quienes les enseñé a tomar fotografías y me mostraron cómo habían aprendido a escribir. Mi cámara, sin previo aviso, dejó de ser herramienta y se volvió un puente, un juguete. En ese momento, ya no trabajaba, hacía travesuras. Ya no era adulta, solo era yo.

Esa noche, me senté con mis compañeros en el techo del hotel a platicar, retomando las risas que habíamos dejado en Ocota y, por un momento, pareció que nos conocíamos de toda la vida.

Día 5: Batallón y el regreso


En Batallón, la última comunidad, llegaron muchas familias. Ya sabía cómo acercarme a las infancias: sin palabras, con juego. Estábamos cansados, pero bastaba con la sombra de un árbol para continuar. De regreso, nos sobraron pocas bolsas de Onifórmula, pero unos pequeños nos persiguieron por la vereda para contarnos que no habían alcanzado a ir a ningún centro en la semana, y fue así como nos acabamos todo lo que traíamos.

Agotada, me pregunté cómo hacían mis compañeros para venir y hacer esto cada mes, manteniendo el mismo entusiasmo. Pero lo que viví con esas niñas y niños fue una maravilla inexplicable, parecido a tomar café calentito en un día nublado, o acostarse en sábanas limpias después de un baño. Para mi pesar, justo cuando entendí todo, el final ya había llegado.

En la carretera, platiqué con mis compañeros. Todo parecía diferente, las conversaciones ya no giraban en torno a conocernos mejor. Ahora bromeábamos, contábamos anécdotas, comíamos la torta que nos preparó Crystal para el camino y no sentí en ningún momento la necesidad de guardar silencio y mirar por la ventana. El calor, por alguna razón, ya no pesaba. Mi cuerpo estaba cansado, pero algo en mí era diferente, como si me hubiera quitado un peso que no sabía que cargaba.

Temí volver a la rutina. Olvidar las risas de Adolfo, los juegos de Alondra, o no encontrar nunca a Amado. Pero me consuela pensar que tal vez vuelva. Que tal vez, cuando las lluvias lleguen y la sierra se pinte de verde, me vuelva a encontrar con ellos.

Ahora entiendo lo que decían. Esta labor no solo transforma vidas. También te transforma a ti.





1 Pueblo desde donde el Organismo de Nutrición Infantil llega a establecerse para partir a la Sierra
2 Complemento alimenticio que el ONI brinda a sus beneficiarios, de acuerdo con su edad, altura y peso, para combatir la malnutrición.
3 Tarjetón de registro en el programa del ONI
4 Cada mes (en la Sierra), el ONI proporciona una Sesión Educativa a las comunidades, donde se les da educación nutricional, para combatir la malnutrición desde su raíz.
5 Personas (en su mayoría infantes) inscritos en el programa del ONI. 


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